Te quedas absorto mirando a la paloma que traspasa los barrotes con ramas pequeñitas en el pico. Fuera, tras los cristales, estalla un cohete, luego otro. La calle ruge a cien metros, los pañuelos ondean. Dentro, un niño grita con furia que no quiere bajar a tu lado. Los muebles, descompuestos, crujen, y tú, como ellos, cedes.
El sol entra sin permiso y, con la luz, el peso: la nevera vacía; el coche rayado porque eres un ex presidiario que nadie quiere cruzarse en la calle Estafeta; tu amigo, que ya no está; su hijo, que mataste en el semáforo mientras llevabas al tuyo a la escuela aquella mañana sin alba y sin tiempo; tu mujer, que espera al marido insigne que la salvó de sus demonios.
Te lavas la cara y te vistes ─rojo sangre, blanco luto─. Las calles arden en complicidad. El cohete retumba. Aceleras. Te mezclas entre los desconocidos. Allí, en la estampida de cuerpos que huyen, logras sentirte semejante, vecino, hombre, amigo. Los toros son ahora la amenaza y tú la acaricias como a la sangre derramada, como a las lágrimas que corren hoy libres empapando tu rojo amor, tu blanco puro… mientras dure el encierro.